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Estados confederados del Norte, hubiera sido mucho más activa, y ya en la época presente, se hubieran palpado sus inmensos resultados de todo orden.

Pero el pensamiento capital de mi proyecto consistía precisamente en dar nacimiento a una Comisión de acción permanente entre las naciones del Sur; pensamiento que hoy amplío, preconizando las ventajas que habría en crear varias Comisiones Internacionales, a fin de que, bien fuera al Norte, al Centro o al sur de las Américas, donde quiera que pudiere nacer el peligro de un conflicto, existiera ya el organismo, sin necesidad de constituirlo ad hoc, de antemano autorizado a intervenir como entidad mediadora, que empezaría con toda oportunidad a ejercer su benéfica ingerencia.

Porque es bien fácil comprender, que una cosa es que las naciones en conflicto procedan a concertar el nombramiento de una Comisión de estudio, o que convengan en aceptar la mediación de un Estado amigo, y otra muy distinta, es el que esa Comisión, de autoridad ya reconocida por todos, funcione en forma continua, y tenga facultades preestablecidas para ejercer sus buenos oficios, imponiendo situaciones determinadas, con arreglo a los Tratados que para tales casos estuvieran en vigencia.

Algo de eso ha venido a ser consagrado por el Convenio firmado en Buenos Aires, con fecha 25 de mayo de 1915, por los Sres. Ministros de Relaciones de la Argentina, Brasil y Chile.

Por el artículo 1o de dicho Convenio, se establece que cualquiera cuestión que en el futuro surgiera, entre las tres partes contratantes o entre dos de ellas, y que no hubiera podido ser resuelta por la vía diplomática, ni sometida a arbitraje según los Tratados existentes, será pasada a la investigación o informe de una Comisión Permanente que se instituye con sede en Montevideo, comprometiéndose las partes a no practicar actos hostiles, hasta después de producido aquel informe o de transcurrido un año de constituída la Comisión.

No se dan aún ahí, todas las condiciones amplias deseables, que yo había proyectado, para rodear de efectivas y oportunas atribuciones a esa Comisión Internacional, denominada Permanente, a pesar de que por el artículo 4° del convenio se requiere su convocatoria por alguno de los Gobiernos interesados, y que por el artículo 5o se fija el plazo de tres meses para que se constituya, después de convocada, previniendo que vencido ese término se reputará de todos modos constituída, a los efectos de los plazos que se establecen sobre lo fundamental.

Tampoco se ha dejado abierto el Tratado, para que se adhieran a él las demás naciones del Continente, siendo así que por su índole es precisamente de los que admiten el mayor número de signatarios, puesto que sus alcances no son de un interés limitado a determinados países, sino de un carácter esencialmente general.

No es poca cosa, sin embargo, que se haya levantado esa nueva enseña, marcando rumbos auspiciosos a tal clase de contrataciones internacionales; se empieza por poco, se advierte luego que lejos de exponerse a soñados peligros, aumentan las corrientes de buena inteligencia, que son las que más poderosamente contribuyen a alejar esos fantasmas creados por la pertinacia de una latente desconfianza entre los pueblos; y lo que al principio fué simple ensayo, se transforma en algo definitivo; lo que apenas se insinuó, se amplía y extiende luego, con la seguridad plena de que a todos, sin excepción, conviene y aprovecha.

Abrigo la esperanza de que, sobre la base de este primer paso, será mi país el que tome la iniciativa de extender esas vinculaciones a todas las naciones sudamericanas, logrando pactar condiciones más completas, de armonía y tranquilidad para el futuro, que alejen definitivamente la posibilidad de las

reivindicaciones armadas que rebajarían nuestro nivel ampliamente humano, y desvirtuarían la altísima misión que le está reservada a América.

Muchas y muy importantes consecuencias deben esperarse de la grandiosa concepción del panamericanismo, en la que todos cooperan a la realización de los ideales atendidos con tanta dedicación inteligente, por los Estados Unidos del Norte; y no hay porque dudar que la constitución de Comisiones Internacionales Permanentes, sería una garantía para mantener a los distintos grupos de Repúblicas, en condiciones de secundar, sin dolorosas interrupciones, la inmensa obra común que se apoya necesariamente en una Paz inalterable, y en la incesante labor, como base segura del adelanto y bienestar generales. Perfeccionar, completar el funcionamiento de esa Comisión Permanente, cuyo establecimiento en Montevideo ha sido ya convenido por Chile, Brasil y Argentina, no debe constituir una dificultad insuperable, desde que ello no sería sino un graduado y natural desarrollo de lo ya existente, dado ya el primer paso que rompe con los prejuicios y recelos, tan rehacios siempre para tolerar cualquier desviación de las prácticas añejas.

Por fortuna, al frente de las tres Cancillerías que han dado el brillante ejemplo, como igualmente a cargo de la del Uruguay, están otras tantas personalidades de positivo valer, no cristalizadas en viejas fórmulas, sino en franca comunión con todas las aspiraciones de la época en que vivimos; su acción en los negocios públicos ha empezado a dejarse sentir ya, y seguirá en la acertada senda de los acercamientos proficuos, despejando el camino que juntos han de recorrer los pueblos americanos, porque uno y el mismo es el porvenir de todo el Continente.

Y esas Comisiones Permanentes podrían a su vez ser parte de la Gran Comisión Panamericana que persiguiera en conjunto los mismos ideales de armonía, prosperidad y engrandecimiento moral comunes a toda la América, refundiendo así los prolijos trabajos, con tanto acierto y paciente asiduidad dirigidos por la Oficina Panamericana radicada en Washington.

Luminosa, espontánea, como el lógico coronamiento de esas Comisiones internacionales, de análogas funciones a las "Comisiones de Conciliación" que indicaba el Abate de St. Pierre, surge la visión de un Alto Tribunal que regulara en último término las relaciones fraternales entre los pueblos americanos, haciendo que sus conflictos se resolviesen siempre por la acción imparcial de principios justicieros sabiamente aplicados.

He dicho visión, y agregaré aún, visión lejana. Pero, cuando las desconfianzas de los nacionalismos, lleven el mismo fin que los recelos entre las tribus y el salvajismo de los individuos, entonces vendrá el Tribunal internacional, como resultado de un mayor adelanto en el espíritu público, del más completo conocimiento reciproco, de una mayor actividad de sinceras relaciones; y, en fin, del propio funcionamiento, con resultados palpables, de las Comisiones Internacionales, las que, esas sí, están ya muy al alcance de los sentimientos del momento.

Se empezará, pues por tentar el establecimiento de un Tribunal al que pueda recurrirse voluntariamente, antes de que se alcance a consagrar una Corte de jurisdicción obligatoria; pero es de todo punto seguro que ha de llegarse a lo más, a medida que el nivel moral común, en constante mejoramiento, se halle a suficiente altura para ello.

No se me oculta el formidable argumento de los eternos escépticos, basado en los peligros que para la soberanía de cada Estado pudiera implicar semejante estado de cosas. Pero, precisamente ese funcionamiento de las Comisiones Internacionales y de un Alto Tribunal Panamericano, se habrían consagrado por virtud de esas mismas soberanías.

El sometimiento del hombre civilizado a las convenciones sociales, no equivale a la abdicación de la libertad individual, racionalmente entendida; del mismo modo que no sufre la verdadera dignidad nacional, sino que se enaltece, por el acatamiento a las resoluciones que diriman racionalmente los conflictos de Estado a Estado. Naciones tan poderosas como la Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, han aceptado repetidamente esa forma de juzgar diferencias internacionales, y se han hecho luego un honor en respetar los fallos pronunciados. Mucho más peligra la soberania, expuesta a los azares de la guerra, y sin embargo los pueblos, ofuscados, se arrojan a ella con todo entusiasmo !

Conceptúo como un elemento de la más grande importancia, para acercarnos a la realización de los expuestos ideales, aquél que forma la materia del Tema VI de esta Sección: “¿Debería codificarse el derecho internacional? Y en este caso debería hacerse por gestiones de los Gobiernos, o por sociedades científicas privadas?" Yo creo que de cualquier modo que fuera resuelta la segunda proposición, el Congreso no ha de tener la menor vacilación para pronunciarse por la afirmativa en cuanto a la primera.

A pesar de la variación constante que se observa en los convencionalismos, práticas y usos del derecho internacional, es innegable que se ha ido acumulando un conjunto de principios fundamentales, y que existen otros que convendría incorporar con carácter de permanentes; y esos principios, que ya no podrán alterarse sin retrogradar, sería conveniente que formaran la base de un Código Internacional, reconocido y respetado por todos. Obtenido que

fuera este cuerpo de leyes internacionales, libremente aceptado por los Estados del Continente, se habría conseguido establecer el sólido y necesario fundamento para admitir confiadamente la acción de una Corte Suprema Panameri

cana.

La Justicia Internacional no es una innovación absoluta que hubiéramos de afrontar, después de haber funcionado, y funcionado con éxito completo, en casos de notoria importancia, la Corte de Arbitraje en La Haya; y podemos recordar con satisfacción, que se ha dado en ella el caso de haber sido representada Sud América por uno de sus preclaros hijos, el ilustre Dr. Luis M. Drago, quien formó parte de esa Corte, con reconocida notable actuación, en la cuestión de las pesquerias norte-atlánticas de Newfoundland, surgida entre Inglaterra y los Estados Unidos.

Esa codificación, tan importante desde el punto de vista general, tuvo digno comienzo, en cuanto a las relaciones entre naciones americanas se refiere, en el Congreso de Derecho Internacional Privado, reunido en Montevideo el año 1888; y luego, si bien no se alcanzaron resultados práticos, significó un esfuerzo de la misma índole, la Conferencia Panamericana de Jurisconsultos, tenida el año 1913 en Río Janeiro.

En el informe del Delegado por Salvador a esta última Conferencia, hallo la enunciación de algunos puntos que merecen señalarse especialmente, y que el Sr. Alonso Reyes Guerra proyectaba en la forma siguiente:

(a) La violación del principio de la no intervención, dará al Estado ofendido el derecho de reclamar indemnización y reparación por el agravio.

(b) La conquista queda definitivamente proscrita en el Continente americano, siendo este el propio sentido jurídico de la Doctrina Monroe.

(c) El arbitraje es obligatorio para todas las controversias que originalmente surjan entre los Estados americanos, después de la adopción y vigencia de este Código.

(d) Toda reclamación pecuniaria entra en el dominio exclusivo del derecho interno, y en ningún caso podrá legítimamente apoyarse con la coacción internacional.

(e) Los extranjeros que voluntariamente se mezclan en guerras civiles, pierden por este solo hecho su calidad de ciudadanos extranjeros y quedan sujetos a las leyes penales que regularmente se aplican a los nacionales, cualquiera que sea el rigor de dichas leyes, y sin lugar a reclamaciones por parte del Estado de su perdida nacionalidad.

Conocidos los trabajos de carácter general, como los de Dudley-Field y Bluntschli, y el interesante ensayo de G. Internoscia, de Montreal, "The New Code of International Law", publicado en 1910 por la Compañía Internacional de Códigos de Nueva York, conviene luego detener la atención en ese género de proposiciones que dicen más especialmente a las necesidades particulares del Continente, con el fin de robustecer la confianza que es absolutamente necesaria, si se ha de llegar a formar un vínculo sincero y durable entre fuertes y débiles, honrándose los primeros y garantiéndose los segundos, con los inmensos beneficios que para unos y otros dimanan de la causa común, cifrada en la fraternal cooperación panamericana.

¿Utopias? No; tal palabra no es más que una hueca expresión para representar ese estado humano, en que la voluntad carece de vigor, y los sentimientos no saben llegar a la noble altura de que son capaces.

Podrá una idea grande y generosa ser prematura, carecer aún del ambiente que necesita para su desarrollo; pero esto no significa que deba desesperarse de verla realizada; precisamente porque faltan los medios inmediatos de llevarla a la práctica, es por lo que deben redoblarse los esfuerzos que den esos medios, acercándonos así, cuanto fuere posible y más prontamente, a la solución que la razón impone y que todos están en el deber de anhelar.

Cuando se tiene el verdadero espíritu de acción, no se mide la distancia, se busca y se sigue el camino; cuando se usan las fuerzas humanas en toda su plenitud, y la voluntad funciona con absoluta conciencia de su inagotable poder, han de oponerse siempre, a mayores obstáculos, mayores energías.

Que los hijos de América actúen pues en esa forma, absolutamente seguros de sí mismos, yendo adelante sin desmayos, en la obra de su unión fraternal; que si no pudieran hacerlo todo hoy, hagan un décimo, ó una milésina parte de lo necesario para su ulterior perfeccionamiento, pero que jamás pierdan la fe, ni dejen de hacer algo por el adelanto común.

Tal debe ser el lema panamericano, inspirado en los más puros sentimientos de libertad, benevolencia y solidaridad humana.

RESUMEN.

Condensando en forma precisa, la rápida exposición que acabo de hacer para fundar las conclusiones derivadas del tema estudiado, terminaré con las proposiciones siguientes:

1o. La guerra no es una condición permanente de la humanidad, sino un triste resabio de las primitivas edades, en que la vida de relación no estaba aún firmemente establecida.

Con la sucesiva formación de las comunidades, el mejoramiento de sus costumbres y la extensión de su educación general, la conducta de los Estados, cual ha sucedido antes con la de los individuos, ha de llegar a ser guiada, exclusivamente, por la justicia, la razón y la moralidad; y cuando esto se alcance, cuando los pueblos dueños ellos mismos de sus destinos, no puedan ser dócilmente conducidos a las atrocidades de luchas insanas, nacidas de la perversidad, la ofuscación, o el delirio de unos pocos, entonces, forzosamente, la guerra será reemplazada por los medios pacíficos para el arreglo de todos los conflictos internacionales.

Quienes dudan de la posibilidad de realizar estos ideales, parten de la estrecha base de una actualidad que muy poco significa en las dilatadas extensiones del tiempo, y olvidan comparar lo que hoy es, con lo que ha sido, para comprender que, así como se ha llegado a lo que antes pareciera quimérico, puede ser realidad mañana lo que, con innegable fuerza, exige hoy la conciencia humana, erguida frente a todos los prejuicios que le son adversos.

Y así pues, mientras la lucha, como condición de la vida, continuará en sucesiva transformación, ajustada a la altura del nivel moral alcanzado, la guerra como tal, está fatalmente obligada a desaparecer, porque los pueblos así lo quieren, empezando a sentirse por encima de semejante recurso brutal. Lo que aún hubiera de tardar en suprimirse la guerra, para nada influye sobre los términos del problema.

El advenimiento de esa Paz deseada, debe esperarse con plena confianza; los juicios arbitrales aumentan, sus fórmulas son cada vez más amplias, se someten a sus fallos las naciones más poderosas; y la evolución tan claramente señalada por esos hechos, en manera alguna podrá detenerse, ni menos retrogradar.

Las guerras anteriores, acumulaban enconos, dando origen a futuros conflictos sangrientos, cuya violenta liquidación ha sido generalmente imposible evitar; las soluciones arbitrales preparan, en cambio, nuevas eras de buena inteligencia y armonía, haciendo desaparecer todos los gérmenes funestos de las pasadas épocas. La justicia internacional, traerá la paz internacional, y ni la una ni la otra son, en manera alguna, vanos ensueños, sino las resultantes de un estado forzosamente obtenible, desde que es el único que responde a ideales lógicos, acordes con las más elevadas exigencias de la naturaleza humana, y perfectamente realizables dentro del equilibrio general de las naciones, en condiciones tales que razón alguna fundamental impide establecer. 2o. A pesar de las muchas dificultades por que ha pasado el Continente americano, a causa de los sacudimientos inherentes a su emancipación de todo dominio extraño, primero, y a las luchas intestinas, después, para llegar por fin a su definitiva constitución y estabilidad, se ha notado en todos los países que lo forman, una muy marcada tendencia a la solución razonada y pacífica de sus conflictos externos; tendencia que puede explicarse, por efecto de las mismas auras de libertad que se respiran del uno al otro extremo de sus territorios, haciendo que el sentimiento de las democracias predomine en la apreciación de las grandes cuestiones nacionales.

Faltando pues, los centros de permanente dominio; siendo el poder transitoriamente desempeñado, en constante renovación saturada de los verdaderos anhelos públicos, jamás ha podido mantenerse el deliberado propósito de aventuras guerreras, y así, en las más solemnes ocasiones, han concluído por predominar los sabios dictados del buen sentido y los màs sinceros sentimientos de fraternidad.

La situación de América en relación al gran problema pacifista, es esencialmente favorable, por la índole de sus instituciones, por la ausencia de agravios atávicos, y por el espíritu liberal y humano de sus pueblos. Y cuando los pueblos se dan la mano, son incapaces de separarlos las fronteras, simples barreras artificiales creadas por un convencional tejido de preconceptos económicos, que más perjudican que protegen los intereses que pretenden tutelar. Los Congresos Panamericanos, la Conferencia de Derecho Internacional Privado reunida en Montevideo el año 1888, los Tratados de 1889 originados por esta Conferencia, el Convenio del 20 de diciembre de 1907, entre Costa Rica, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Salvador, el Tratado de Buenos Aires, firmado este año por Chile, Brasil y Argentina, son otros tantos ejemplos de la verdad de mis afirmaciones; y si los Estados Unidos del Norte, sólos, ya han

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