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El sometimiento del hombre civilizado a las convenciones sociales, no equivale a la abdicación de la libertad individual, racionalmente entendida; del mismo modo que no sufre la verdadera dignidad nacional, sino que se enaltece, por el acatamiento a las resoluciones que diriman racionalmente los conflictos de Estado a Estado. Naciones tan poderosas como la Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, han aceptado repetidamente esa forma de juzgar diferencias internacionales, y se han hecho luego un honor en respetar los fallos pronunciados. Mucho más peligra la soberania, expuesta a los azares de la guerra, y sin embargo los pueblos, ofuscados, se arrojan a ella con todo entusiasmo !

Conceptúo como un elemento de la más grande importancia, para acercarnos a la realización de los expuestos ideales, aquél que forma la materia del Tema VI de esta Sección: "¿Debería codificarse el derecho internacional? Y en este caso debería hacerse por gestiones de los Gobiernos, o por sociedades científicas privadas?" Yo creo que de cualquier modo que fuera resuelta la segunda proposición, el Congreso no ha de tener la menor vacilación para pronunciarse por la afirmativa en cuanto a la primera.

A pesar de la variación constante que se observa en los convencionalismos, práticas y usos del derecho internacional, es innegable que se ha ido acumulando un conjunto de principios fundamentales, y que existen otros que convendría incorporar con carácter de permanentes; y esos principios, que ya no podrán alterarse sin retrogradar, sería conveniente que formaran la base de un Código Internacional, reconocido y respetado por todos. Obtenido que fuera este cuerpo de leyes internacionales, libremente aceptado por los Estados del Continente, se habría conseguido establecer el sólido y necesario fundamento para admitir confiadamente la acción de una Corte Suprema Panameri

cana.

La Justicia Internacional no es una innovación absoluta que hubiéramos de afrontar, después de haber funcionado, y funcionado con éxito completo, en casos de notoria importancia, la Corte de Arbitraje en La Haya; y podemos recordar con satisfacción, que se ha dado en ella el caso de haber sido representada Sud América por uno de sus preclaros hijos, el ilustre Dr. Luis M. Drago, quien formó parte de esa Corte, con reconocida notable actuación, en la cuestión de las pesquerias norte-atlánticas de Newfoundland, surgida entre Inglaterra y los Estados Unidos.

Esa codificación, tan importante desde el punto de vista general, tuvo digno comienzo, en cuanto a las relaciones entre naciones americanas se refiere, en el Congreso de Derecho Internacional Privado, reunido en Montevideo el año 1888; y luego, si bien no se alcanzaron resultados práticos, significó un esfuerzo de la misma índole, la Conferencia Panamericana de Jurisconsultos, tenida el año 1913 en Río Janeiro.

En el informe del Delegado por Salvador a esta última Conferencia, hallo la enunciación de algunos puntos que merecen señalarse especialmente, y que el Sr. Alonso Reyes Guerra proyectaba en la forma siguiente:

(a) La violación del principio de la no intervención, dará al Estado ofendido el derecho de reclamar indemnización y reparación por el agravio.

(b) La conquista queda definitivamente proscrita en el Continente americano, siendo este el propio sentido jurídico de la Doctrina Monroe.

(c) El arbitraje es obligatorio para todas las controversias que originalmente surjan entre los Estados americanos, después de la adopción y vigencia de este Código.

(d) Toda reclamación pecuniaria entra en el dominio exclusivo del derecho interno, y en ningún caso podrá legítimamente apoyarse con la coacción internacional.

(e) Los extranjeros que voluntariamente se mezclan en guerras civiles, pierden por este solo hecho su calidad de ciudadanos extranjeros y quedan sujetos a las leyes penales que regularmente se aplican a los nacionales; cualquiera que sea el rigor de dichas leyes, y sin lugar a reclamaciones por parte del Estado de su perdida nacionalidad.

Conocidos los trabajos de carácter general, como los de Dudley-Field y Bluntschli, y el interesante ensayo de G. Internoscia, de Montreal, "The New Code of International Law”, publicado en 1910 por la Compañía Internacional de Códigos de Nueva York, conviene luego detener la atención en ese género de proposiciones que dicen más especialmente a las necesidades particulares del Continente, con el fin de robustecer la confianza que es absolutamente necesaria, si se ha de llegar a formar un vínculo sincero y durable entre fuertes y débiles, honrándose los primeros y garantiéndose los segundos, con los inmensos beneficios que para unos y otros dimanan de la causa común, cifrada en la fraternal cooperación panamericana.

¿Utopias? No; tal palabra no es más que una hueca expresión para representar ese estado humano, en que la voluntad carece de vigor, y los sentimientos no saben llegar a la noble altura de que son capaces.

Podrá una idea grande y generosa ser prematura, carecer aún del ambiente que necesita para su desarrollo; pero esto no significa que deba desesperarse de verla realizada; precisamente porque faltan los medios inmediatos de llevarla a la práctica, es por lo que deben redoblarse los esfuerzos que den esos medios, acercándonos así, cuanto fuere posible y más prontamente, a la solución que la razón impone y que todos están en el deber de anhelar.

Cuando se tiene el verdadero espíritu de acción, no se mide la distancia, se busca y se sigue el camino; cuando se usan las fuerzas humanas en toda su plenitud, y la voluntad funciona con absoluta conciencia de su inagotable poder, han de oponerse siempre, a mayores obstáculos, mayores energías.

Que los hijos de América actúen pues en esa forma, absolutamente seguros de sí mismos, yendo adelante sin desmayos, en la obra de su unión fraternal; que si no pudieran hacerlo todo hoy, hagan un décimo, ó una milésina parte de lo necesario para su ulterior perfeccionamiento, pero que jamás pierdan la fe, ni dejen de hacer algo por el adelanto común.

Tal debe ser el lema panamericano, inspirado en los más puros sentimientos de libertad, benevolencia y solidaridad humana.

RESUMEN.

Condensando en forma precisa, la rápida exposición que acabo de hacer para fundar las conclusiones derivadas del tema estudiado, terminaré con las proposiciones siguientes:

1o. La guerra no es una condición permanente de la humanidad, sino un triste resabio de las primitivas edades, en que la vida de relación no estaba aún firmemente establecida.

Con la sucesiva formación de las comunidades, el mejoramiento de sus costumbres y la extensión de su educación general, la conducta de los Estados, cual ha sucedido antes con la de los individuos, ha de llegar a ser guiada, exclusivamente, por la justicia, la razón y la moralidad; y cuando esto se alcance, cuando los pueblos dueños ellos mismos de sus destinos, no puedan ser dócilmente conducidos a las atrocidades de luchas insanas, nacidas de la perversidad, la ofuscación, o el delirio de unos pocos, entonces, forzosamente, la guerra será reemplazada por los medios pacíficos para el arreglo de todos los conflictos internacionales.

Quienes dudan de la posibilidad de realizar estos ideales, parten de la estrecha base de una actualidad que muy poco significa en las dilatadas extensiones del tiempo, y olvidan comparar lo que hoy es, con lo que ha sido, para comprender que, así como se ha llegado a lo que antes pareciera quimérico, puede ser realidad mañana lo que, con innegable fuerza, exige hoy la conciencia humana, erguida frente a todos los prejuicios que le son adversos.

Y así pues, mientras la lucha, como condición de la vida, continuará en sucesiva transformación, ajustada a la altura del nivel moral alcanzado, la guerra como tal, está fatalmente obligada a desaparecer, porque los pueblos así lo quieren, empezando a sentirse por encima de semejante recurso brutal. Lo que aún hubiera de tardar en suprimirse la guerra, para nada influye sobre los términos del problema.

El advenimiento de esa Paz deseada, debe esperarse con plena confianza; los juicios arbitrales aumentan, sus fórmulas son cada vez más amplias, se someten a sus fallos las naciones más poderosas; y la evolución tan claramente señalada por esos hechos, en manera alguna podrá detenerse, ni menos retrogradar.

Las guerras anteriores, acumulaban enconos, dando origen a futuros conflictos sangrientos, cuya violenta liquidación ha sido generalmente imposible evitar; las soluciones arbitrales preparan, en cambio, nuevas eras de buena inteligencia y armonía, haciendo desaparecer todos los gérmenes funestos de las pasadas épocas. La justicia internacional, traerá la paz internacional, y ni la una ni la otra son, en manera alguna, vanos ensueños, sino las resultantes de un estado forzosamente obtenible, desde que es el único que responde a ideales lógicos, acordes con las más elevadas exigencias de la naturaleza humana, y perfectamente realizables dentro del equilibrio general de las naciones, en condiciones tales que razón alguna fundamental impide establecer. 2o. A pesar de las muchas dificultades por que ha pasado el Continente americano, a causa de los sacudimientos inherentes a su emancipación de todo dominio extraño, primero, y a las luchas intestinas, después, para llegar por fin a su definitiva constitución y estabilidad, se ha notado en todos los países que lo forman, una muy marcada tendencia a la solución razonada y pacífica de sus conflictos externos; tendencia que puede explicarse, por efecto de las mismas auras de libertad que se respiran del uno al otro extremo de sus territorios, haciendo que el sentimiento de las democracias predomine en la apreciación de las grandes cuestiones nacionales.

Faltando pues, los centros de permanente dominio; siendo el poder transitoriamente desempeñado, en constante renovación saturada de los verdaderos anhelos públicos, jamás ha podido mantenerse el deliberado propósito de aventuras guerreras, y así, en las más solemnes ocasiones, han concluído por predominar los sabios dictados del buen sentido y los màs sinceros sentimientos de fraternidad.

La situación de América en relación al gran problema pacifista, es esencialmente favorable, por la índole de sus instituciones, por la ausencia de agravios atávicos, y por el espíritu liberal y humano de sus pueblos. Y cuando los pueblos se dan la mano, son incapaces de separarlos las fronteras, simples barreras artificiales creadas por un convencional tejido de preconceptos económicos, que más perjudican que protegen los intereses que pretenden tutelar. Los Congresos Panamericanos, la Conferencia de Derecho Internacional Privado reunida en Montevideo el año 1888, los Tratados de 1889 originados por esta Conferencia, el Convenio del 20 de diciembre de 1907, entre Costa Rica, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Salvador, el Tratado de Buenos Aires, firmado este año por Chile, Brasil y Argentina, son otros tantos ejemplos de la verdad de mis afirmaciones; y si los Estados Unidos del Norte, sólos, ya han

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hecho sentir en el mundo sus avanzadas opiniones en pro de los más altos ideales, mayor aún ha de ser la influencia que se pondrá al servicio de éstos, cuando actúe en su favor el conjunto todo de la Unión Panamericana. Doscientos millones de seres libres y conscientes, haciendo oir su opinión esclarecida y serena, al unísono, sobre las grandes cuestiones de interés mundial, harán en su día, que la resolución de todos los problemas se inspire en sentimientos de justicia y concordia.

3.o La desaparición de la guerra, no debe considerarse susceptible de obtención inmediata y absoluta, sino como cuestión compleja, a resolverse por la paulatina acción de varios factores que lleven necesariamente a ese resultado, por una mayor cultura general, por el predominio final de la voluntad de los pueblos mismos, en condiciones de no arriesgar sus destinos obedeciendo a la decisión de ajena voluntad, ni ser sugestionados por excitaciones artificiosas de clase alguna. Desaparecerán los políticos demasiado vivos o demasiado dominadores, y serán tratados los negocios de Estado, por los ciudadanos más sabios y prudentes.

Sólo el ejercicio de la libertad, perfeccionándose más y más, por la acción Independiente de elementos que hayan adquirido plena conciencia de sus deberes y derechos, es lo que puede llevarnos a tan adelantadas condiciones.

El esfuerzo al servicio de esa gran causa, que debe ser constante, cabe clasificarse en dos grupos distintos, pero convergentes al mismo resultado final. Por un lado, todo aquello que pueda dificultar el estallido de las pasiones: compromisos arbitrales, convenciones para reglar los respectivos intereses, mediación de Comisiones investigadoras o de conciliación, pactos de solidaridad, etc.; por el otro, cuanto elevando la conciencia de los pueblos y dignificando su libérrima actuación en los negocios públicos, contribuya a tornar moralmente imposible el bárbaro recurso armado.

Y conjuntamente con una y otra serie de medios, se han de aumentar constantemente, de una manera amplia y sincera, las vinculaciones amistosas, y el recíproco conocimiento de pueblo a pueblo, que harán siempre más fáciles los arreglos pacíficos en las posibles divergencias.

Hay que irse acercando, pues, de una manera gradual a ese grandioso desideratum, perfeccionando poco a poco, los resortes que puedan dar solución fácil a todas las discrepancias, sin caer jamás en la negación del razonamiento, como sucede con el empleo de la fuerza bruta, que sólo sirve para agravar en vez de corregir los agravios.

4°. Puede y debe generalizarse inmediatamente en el Continente, el establecimiento de Comisiones internacionales con carácter de permanentes, que sirvan, bien para la investigación previa, dando una tregua forzosa que permita orientar la opinión pública, interesada a justo título en la solución del caso, o bien con el cometido de mediar ab initio, en el sentido de llegar a la conciliación de los intereses discutidos, aún cuando fuere contribuyendo a hallar la forma en que hubieren de ser luego resueltos.

La existencia de estas Comisiones Permanentes, no sólo representaría una utilísima vigilancia capaz de apagar la primera chispa, antes de que se convirtiera en incendio, sino que ellas podrían además, ejercer una continua función de recíproca inteligencia y aproximación entre las naciones representadas, creando nuevas corrientes de simpatía, de benevolencia y de continuada cooperación en el bien común.

Y por último, es dable esperar que el desarrollo de las relaciones sostenidas con perfecta buena fe mutua, acabe por permitir el establecimiento de la Corte Suprema Panamericana, para la resolución imparcial de todas las cuestiones entre los Estados del Continente.

El principio de la soberanía nacional, lejos de sufrir, se dignifica, cuando recurre al juicio de la inteligencia, en vez de apelar al brazo del soldado; y entre los azares de la pelea sangrienta y la dilucidación meditada de un Tribunal, es sin duda este último medio, el que mayores garantías representa para aquella misma soberanía. Las naciones más poderosas se han honrado acudiendo a esa forma de soluciones, y jamás han tenido porque arrepentirse de someterse al pronunciamiento de un fallo independiente y sereno.

América, con mayor libertad de acción, y con espíritu aún más independiente que el de las naciones europeas, verá erigirse esa Corte Suprema, como complemento final de sus grandes aspiraciones de armonia y progreso, en marcha decidida hacia la realización de los más altos ideales de la humanidad.

BIBLIOGRAFÍA.

Escanyé, "L'arbitrage international," 1888.

Basset Moore, "History and Digest of the International arbitration to which the United States has been a party," 1898.

Rapport à la Conférence de La Haye sur la convention pour la solution des eonflicts internationaux, 1899.

David Jayne Hill, The Contemporary Development of Diplomacy, 1904. William A. Sutherland, Notes on the Constitution of the United States, 1904. The Arbiter in Council. London, 1906.

Pedro S. Lamas, Le problème de la paix, 1911.

Walter Alison Phillips, The Confederation of Europe, 1914.

Tratados de Bluntschli, Heffter, Dudley Field, Lawrence, Wheaton Calvo, Pérez Gomar, Phillimore, Pradier Fodéré, etc.

ACTITUD DE COLOMBIA HACIA EL ARBITRAJE INTERNACIONAL Y EL ARREGLO PACÍFICO DE LAS DISPUTAS INTERNACIONALES.

Por ARCESIO PENAGOS y R.

De 1815 a 1823 los poderes dominantes de Europa formaron varias alianzas con el objeto de hacer extensivos los principios del Cristianismo a los países débiles y aplicarlos tanto para sus asuntos internos como para los externos. Se propusieron suprimir las revoluciones, hacer efectivos los tratados de París y de Viena, arreglar de manera definitiva las cuestiones europeas e intervenir en las relaciones de las otras naciones. Estos fueron los fines de la serie de Congresos que se reunieron de 1818 a 1822 para discutir los asuntos de Nápoles, Piamonte y España.

Cuando se pensó en aplicar estos sistemas al Hemisferio Occidental, y de ayudar a España en la reconquista de sus colonias americanas que acababan de sacudir su dominio y de obtener su independencia después de tenaces y heroicos esfuerzos, los Estados Unidos de América proclamaron el principio que contrarrestó las ilimitadas pretensiones de aquellos poderes.1

La amenaza no era solamente para la América Latina: se extendían a todo el Hemisferio Occidental las absurdas pretensiones de las naciones europeas. El Presidente Monroe midió el peligro y siguiendo las indicaciones de George Canning y de John Quincy Adams, en diciembre de 1823, en su mensaje al Con

1 Hershey, Essential of International Law, pp. 71-73. Morris, History of the United States, pp. 275-276.

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