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la generalidad, el fundamento del orden social. Es menester que el soldado, guardián de las leyes y garantía de las libertades del ciudadano, conociendo las virtudes militares, tenga también una conveniente preparación cívica y moral.

Los antiguos autores, Grocio uno de ellos, concedieron a la guerra idéntica importancia que a la paz, considerando ambos estados, como materia del Derecho Internacional y así se ha venido admitiendo hasta nuestros días. Esa división tan generalizada de derecho de paz y derecho de la guerra, da origen a que se crea que existe un derecho tal de guerra, cuando, en realidad, no es sino la forma imperfecta de sanción para los conflictos internacionales, inevitable por la falta de un tribunal superior entre los Estados. Pero no ha faltado quien se oponga a ese confuso criterio, proponiendo que la guerra, que es un hecho excepcional, se estudie como algo separado; y como quiera que ha de figurar aún en las obras de derecho, sea a manera de apéndice o suplemento, creyendo que podrá llegar la época en que esa materia se llame Derecho Penal Internacional, para desempeñar entonces entre los Estados, las funciones que las leyes criminales y los procedimientos penales, cumplen en las relaciones privadas.

Mientras eso se logre, los hombres se han preocupado y se empeñan siempre de humanizar hasta donde es posible, los efectos espantosamente destructores de la guerra; y a eso han obedecido diversas tentativas, que pudieron al fin sintetizarse, en los Convenios de La Haya y la Conferencia Naval de Londres. Tan importantes leyes y declaraciones obligatorias, fruto de una cultura superior y de sentimientos de un orden moral elevado, deben hacerse conocer y divulgar en las academias militares y navales, en los cuarteles, en los centros de obreros, agrícolas e industriales, en una palabra, hacer que penetren en el corazón y en la inteligencia de todos aquellos a quienes los Gobiernos, en momentos de desvarío y de insensatez, reviviendo en el hombre instintos atávicos, que la civilización se ha empeñado en modificar y hacer que desaparezcan, lanzan a la obra mil veces odiosa de muerte y exterminio.

Los gravísimos sucesos actuales han servido para que espíritus que juzgan superficialmente los hechos, declaren de manera enfática la poca utilidad del Derecho Internacional; sin fijarse que hay diferencia, y grande, entre la falta voluntaria de cumplimiento de un precepto y la existencia y valor de éste. Las diarias infracciones de la ley penal entre los individuos, no son argumentos contra la existencia e ineficacia del derecho que regula esas relaciones privadas. Que la enseñanza de los principios del Derecho Internacional debe generalizarse, de tal suerte que se apodere de todos los factores de la sociedad y ésta a su vez preste su decidido apoyo para aplicarlos cuando se presente el caso, es algo que está fuera de toda duda. Y que esa obra de divulgación así emprendida puede ser y es eficaz, lo demuestran las siguientes palabras que no podemos dejar de reproducir tomándolas del Informe Oficial que el ilustre jurisconsulto James Brown Scott, en su carácter de director de la división respectiva, presentó en el curso de este año a los miembros de la Fundación Carnegie:

Encontramos además que los mayores cargos que alguno de los beligerantes debe soportar en la presente guerra, es el de haber violado tratados y despreciado las reglas del derecho internacional. Es curioso notar a este respecto, que el país contra el cual este cargo se formula más frecuente y violentamente, no tenía, sino hasta hace pocos años, una sola cátedra, en todo su gran sistema educativo, dedicada exclusivamente a la enseñanza del Derecho Internacional. Las frases de tan autorizado profesor, abren un vasto horizonte para la explicación de hechos que han causado en todos crueles desengaños y vienen a comprobar por manera indiscutible, que la enseñanza y generalización de los

principios del Derecho de Gentes, son indispensables en todas las sociedades, y que serán aquéllas que obedezcan y cumplan sus mandatos, las que puedan ostentar y llevar muy alto el glorioso estandarte de la civilización, respondiendo al verdadero concepto de cultura.

La paz de Westfalia, terminando las sangrientas guerras religiosas que durante tantos años arrasaron a la Europa, señaló una nueva era en el desenvolvimiento y progreso del Derecho Internacional e inauguró una mentalidad superior en las sociedades, que desde entonces comprendieron que la diferencia de credo religioso, no puede ya conducir a los pueblos a la guerra.

La futura paz marcará sin duda el principio de nuevas orientaciones en la vida de los Estados y puede que traiga en sí el gérmen de otra concepción distinta del organismo político-social. Se exigirá quizás para el porvenir una participación más amplia y directa de todos los factores determinantes de la política, a fin de con trarrestar el poder absoluto que, en un momento dado, concentran en sus manos los Jefes de Gobierno, haciéndolos árbitros únicos de los destinos de los pueblos. Ya no se considerará a éstos como simples instrumentos para fines personales de delirante grandeza, ni podrán empujarlos a su antojo a la matanza y al desastre, pues tendrán que contar en lo sucesivo, con la voluntad firme y bien definida de aquellos que representan las verdaderas y legítimas aspiraciones nacionales.

El triunf o completo de las ideas democráticas y del régimen representativo, vendrá al fin a libertar a los pueblos de la esclavitud a que los tiene sujetos todavía el concepto equivocado del poder absoluto del Estado, en cuanto a la política exterior, y entonces, ya no será cosa fácil jugar la suerte de los pueblos en el misterio de los gabinetes, al impulso de intereses egoístas de las clases privilegiadas.

Convencidos los grupos sociales de los derechos y deberes que les corresponden en la comunidad de las naciones, mediante un conocimiento fácil y general de los principios que establece el derecho y la necesaria interdependencia que los vincula, cuidarán de imprimir a la política exterior, confiada a los Gobiernos, pero con la directa colaboración de parlamentos o asambleas, el espíritu de justicia y de fraternidad que debe inspirar la conducta de todos los hombres, como miembros de la gran familia humana, a efecto de realizar el ejercicio de la libertad, fin racional de la vida.

Tal vez no estemos muy lejos de encontrar la tan deseada fórmula de sanción y la manera de hacerla efectiva, para los transgresores de la ley de las naciones. El sueño quimérico de un Tribunal Permanente de Arbitraje, con facultad para decretar, con el apoyo de los países neutrales, el aislamiento económico contra aquél que no se someta al fallo dictado en una controversia, cualquiera que ella sea, quizás deje de ser utópico, pues parece ser esa la tendencia que hoy inspira el criterio de la opinión pública ilustrada.

No hay Gobierno capaz de declarar ante el mundo que ha ido a la guerra movido por propio impulso. Por el contrario, unos a otros se enrrostran la tremenda responsabilidad; inundan a los países neutrales con documentos justificativos de su conducta, a fin de captarse las simpatías generales y todos proclaman solemnemente que combaten por el triunfo de la libertad y del derecho.

La humanidad camina incesantemente hacia un mayor progreso moral e intelectual, en tal forma, que ninguna fuerza puede detenerla. Nuevas generaciones verán realizada una distinta fase del sentimiento superior de justicia entre los pueblos y entonces brillará con luz radiante la hermosa leyenda que

ostenta en su escudo la Sociedad Americana de Derecho Internacional, inter gentes jus et pax.

CONCLUSIONES.

El estudio del Derecho Internacional debe comprender no solamente la teoría de la ciencia, sino que la enseñanza ha de tener un carácter práctico, abandonando las especulaciones metafísicas y haciendo que los alumnos obtengan deducciones de los ejemplos históricos que se les propongan.

Conviene apartarse en la enseñanza del Derecho Internacional del criterio exagerado de la escuela, que confundiendo el derecho con la ley, desconoce la existencia positiva de los principios fundamentales en que descansa esa ciencia.

Es necesario fijar el verdadero concepto de la soberanía, en lo que se refiere a la política exterior, tal como debe entenderse en la época moderna, haciendo notar el estado de interdependencia recíproca que realmente existe entre las naciones, que están estrechamente vinculadas por el principio de solidaridad.

Es indispensable que la enseñanza del Derecho Internacional afirme en la conciencia pública el concepto de igualdad jurídica de los Estados, por la especial importancia que para la vida y libre desarrollo de los intereses vitales de las naciones americanas, tiene el estricto mantenimiento de ese principio. Es un deber combatir en la Cátedra la peligrosa doctrina de que la extrema necesidad convierte un acto en justo o injusto y puede engendrar el derecho. Debe enseñarse a la juventud, en las escuelas elementales y secundarias, nociones generales del Derecho Internacional, al mismo tiempo que se enseña la Instrucción Cívica.

Dar también esa enseñanza en las academias militares, cuarteles, círculos de obreros, etc. ampliada de manera especial, con el estudio de los distintos convenios que regulan las leyes y usos de la guerra.

Inspirar confianza y seguridad a los alumnos en el triunfo del derecho, preparando así la opinión pública en el sentido de favorecer el establecimiento del Tribunal Permanente de Arbitraje, el cual deberá resolver todas las controversias entre los Estados, cualquiera que sea su naturaleza, más bien desde el punto de vista de jure, que del amigable componedor.

Favorecer la codificación parcial, teniendo en cuenta al efecto, que el Derecho no es inamovible, sino que marcha a la par de las transformaciones sociales y políticas y su verdadera misión es preparar esas transformaciones y orientarlas en el sentido de la Justicia, base sobre la que descansa el orden social.

OBRAS CONSULTADAS.

Ernest Nys, Le Droit International, 1912.

J. Lorimer, Principes de Droit International, 1885.

John Westlake, Études sur les Principes de Droit International.
Alexandre Alvárez, Le Droit International Américain, 1910.

Henry Bonfils, Manuel de Droit International Public, 1912.

F. de Martens, Derecho Internacional.

Revista Americana de Derecho Internacional, Tomo VI, No. 1, 1912, E. Nys. James Brown Scott, Carnegie Endowment for International Peace, Yearbook for 1915.

Les Fondateurs du Droit International-Paris, 1904.

EL PARAGUAY Y AMÉRICA.

Por JUAN F. PÉREZ,

Subsecretario de Instrucción Pública de Paraguay.

El Paraguay, por causas históricas y geográficas, y debido principalmente a su posición mediterránea, ha permanecido no sólo alejado sino también aislado de los demás pueblos del continente y poco conocido, aún hoy mismo, en el resto del mundo.

Es fácil darse cuenta de lo que dicha circunstancia significaría en los pasados tiempos al solo considerar que aún en la actualidad, derribadas las barreras naturales y artificiales que lo mantuvieron separado del contacto directo y del comercio moral y material con las demás naciones; surcados sus ríos y su territorio por vapores, ferrocarriles y demás elementos modernos de locomoción; comunicado telegráfica y radiográficamente con el exterior; con servicios regulares y frecuentes de correos fluviales y terrestres internacionales; con importantes empresas de capitales extranjeros que explotan sus riquezas naturales y las hacen objeto de sus transacciones en los mercados mundiales; con intercambio continuo de hombres y de publicaciones, libros y revistas con los centros del exterior; visitado por gran número de touristas que hacen incesante y espontánea propaganda de sus naturales bellezas y recursos, figurando entre ellos conocidos hombres de ciencias y de letras que han publicado sus favorables impresiones a su respecto; con todo esto, aun es poco o insuficientemente conocido, cuando no calumniado, y su nombre muchas veces suena confusamente, mezclado o confundido con los de países vecinos y en estos mismos apenas si se tiene una idea exacta o una noción aproximada de su entidad, de su cultura y hasta de su propia situación geográfica.

Nada de extraño tiene entonces que su historia y sus héroes hayan sido desconocidos, o desfigurados en los días pretéritos, máxime cuando ha habido de por medio fuertes y obstinados intereses en pugna, empeñados en anular la personería y en empequeñecer la actuación de nuestro país.

Ello no obstante, la verdad es que el Paraguay ha ejercido una acción intensa, trascendente y constante en los destinos de estas regiones, desde los primeros días de la conquista y el coloniaje hasta el presente, sin excluir el período de la Independencia en que muchos escritores e historiadores no han llegado a ver la participación activa que en ella ha tenido nuestro país bien que mediterráneo y pequeño.

Es sabido, en efecto, que su capital, la Asunción, es una de las más antiguas fundaciones del Río de la Plata y uno de los primeros centros de la colonización en América. De su seno partieron después las expediciones que sirvieron de núcleo y dieron origen a Santa Cruz de la Sierra, Buenos Aires, Corrientes, Santa Fe, Jerez, etc.

El mismo fundador de Montevideo, en data muy posterior, fué antes Gobernador del Paraguay y de allí pasó a establecer ese otro baluarte de la dominación española en el Atlántico meridional.

Su concurso fué eficaz contra las incursiones de los portugueses en los dominios hispánicos de estas regiones y contra las depredaciones de los indígenas, en defensa de los nuevos núcleos de población con extensas y desiertas fronteras, y se prestó también en su hora en ambas metrópolis platinas para repeler las invasiones inglesas. Precisamente uno de los Próceres de la independencia del Paraguay, el Brigadier D. Fulgencio Yegros, Presidente después de la primera Junta Gubernativa constituída a raíz del movimiento emancipador de 1811, como lo fuera Cornelio Saavedra en Buenos Aires, fué uno de los jefes paraguayos que cayó gravemente herido en los muros de Montevideo, del mismo

modo que el otro coronel paraguayo, D. José Espínola, acudió con el gobernador Velasco en auxilio de Buenos Aires en esa memorable ocasión precursora de la independencia del nuevo continente.

Con el importe de los impuestos a sus productos y comercio, se allegaron recursos bélicos y de diverso orden tanto en Buenos Aires como en Santa Fe, centro después de patrióticas resistencias.

Las misiones guaraníticas son famosas en la historia de la conquista de estas regiones, y nuestros no menos famosos Comuneros fueron los primeros en dar el grito de emancipación, mucho antes que la revolución francesa y la misma norteamericana, que más tarde había de servir como de punto de partida a igual movimiento en las colonias hispánicas.

En materia de instrucción pública, poco o nada tenía el Paraguay colonial que aprender de sus vecinos. Los Virreyes de Buenos Aires enviaban becados al Colegio Carolino de la Asunción y un paraguayo ilustre, Fernando de Trejo y Sanabria fué el fundador de la Universidad de Córdoba que aún venera su memoria y lo ha inmortalizado en recientes días.

Ya los primeros gobernantes del Paraguay, como el justamente célebre D. Domingo Martínez Irala que llevó sus armas hasta el Perú al través del Chaco y de Bolivia, en medio de los azares y atenciones guerreras de la época, se preocuparon de la suerte de la instrucción popular en tan remotos tiempos, y su ejemplo fué seguido por el progresista gobierno de Hernando Arias de Saavedra (paraguayo.) el primer gobernante americano o nativo que ejerció por tres veces el mando, con ejemplar y memorable lucimiento.

Producido el movimiento del 25 de mayo de 1810 en Buenos Aires, el Paraguay se adhirió entusiastamente a la causa americana y apenas formado su gobierno propio después de sacudir el dominio extranjero y desbaratar las combinaciones y pretensiones de la corte portuguesa a su respecto, que por entonces se manifestaron igualmente en todo el Río de la Plata, celebró con los plenipotenciarios de la Junta de Mayo, Belgrano y Echeverría, el Tratado de Amistad y de Alianza del 12 de octubre de 1811 que a la vez de reconocimiento de su independencia, era de mutua cooperación a la magna causa de la fibertad de estos pueblos.

El Paraguay, en su virtud, fué solicitado por la Argentina y el Uruguay a cooperar en la obra común y tomó sus disposiciones para hacer efectivo su concurso, del mismo modo que San Martín más tarde habría de llevar al concurso del Plata a Chile Perú, seguido por dos paraguayos que ya en San Lorenzo combatieron a su lado y que hicieron con él toda la campaña de los Andes. Uno de ellos, el Coronel paraguayo, José Félix Bogado, regresó a Buenos Aires al mando de los famosos Granaderos después de haber actuado también en Junín y Ayacucho al lado de Bolívar y de Sucre.

Los gobiernos del Plata por repetidas veces pidieron auxilios de tropas y de recursos al Paraguay para la campaña de la independencia, y a fin de equipar un ejército eficiente, la Junta gubernativa de Asunción preparó los elementos y recursos en efectivo, para adquirir el armainento necesario, y los envió a cargo de D. Rafael de la Mora y de Martín Bazán. La misma Junta, compuesta a la sazón del brigadier D. Fulgencio Yegros, el denodado capitán D. Pedro Juan Caballero, jefe militar del movimiento del 14 de mayo que consumó la independencia del Paraguay después de las acciones de Paraguari y de Tacuarí, y de D. Fernando de la Mora, bajo la diligente dirección de éste último, mantuvo al mismo objeto activa correspondencia con los gobiernos de Buenos Aires y del Uruguay y dispuso además la formación de una escuadrilla nacional para la defensa del río Paraná amagado por la

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