Obrázky stránek
PDF
ePub

EL JURADO.

Por VÍCTOR MANUEL PEÑAHERRERA,

Decano de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales en la Universidad Central del Ecuador.

Voy a someter respetuosamente a la consideración de los Señores Delegados brevísimas observaciones sobre la siguiente tesis:

Conviene a los países americanos, que no tienen establecido el jurado, adoptar esta institución entre sus leyes?

O, por el contrario, debieran abolirla los países que la tienen establecida? Las pocas páginas que voy a leer constituyen un resumen de anteriores estudios hechos por mí como profesor de Derecho Práctico en la Universidad Central del Ecuador. Lo cual me exime de aducir otras razones para impetrar la benévola indulgencia de las personas que me honran con su atención. Ese trabajo fué para estudiantes-no para maestros tan doctos como los que forman este Congreso y en el sobrio y sencillo lenguaje doctrinal, a que me he habituado en largos años de magisterio.

Sobre la conveniencia del jurado, que tan intensamente ha preocupado a los legisladores y publicistas del último siglo, ningún problema fundamental existe en los pueblos de la raza sajona, que tienen el jurado íntimamente compenetrado con todas sus otras instituciones y sólidamente arraigado en sus respetables tradiciones y costumbres. Es, sí, un problema interesante y de actualidad para los de la raza latina; pero aun entre ellos, la importancia de la cuestión no es igual.

En los pueblos europeos el problema tiene dos aspectos marcados y distintos: uno politico y otro jurídico; y la conveniencia de la institución se defiende principalmente por el primer aspecto, por el político, considerándola como un triunfo de la democracia, como una reivindicación, en favor de los ciudadanos, de una de las más altas funciones de la soberanía, como una de las mejores garantías de las libertades públicas y de la independencia de la autoridad judicial. Y de allí la falta de serenidad de criterio que generalmente se nota en los defensores e impugnadores de la institución.

En los países latinoamericanos, el aspecto político es de muy secundaria importancia. Al grito de independencia, surgió en ellos el Poder Judicial nacional, a la misma altura y con la conveniente separación del Ejecutivo. No se lo considera como una rama de este Poder, ni como mera desmembración de las atribuciones que correspondían al Jefe del Estado, o como una concesión y renuncia que haya hecho éste, o se lo haya impuesto, con tales o cuales reservas, al adoptar el régimen constitucional o representativo, que tantos esfuerzos y sacrificios cuesta a la humanidad.

La justicia se administra entre nosotros, no en nombre del Rey o del Emperador, sino en nombre de la República y por autoridad de la Ley.

Es, por tanto, sumamente raro que los partidos políticos hagan mención del jurado en sus programas; y nadie podría decir aquí seriamente, como López Moreno en España, que la mayor ventaja del jurado consiste en constituir el más vigoroso amparo de las libertades públicas y el más resistente freno contra toda opresión;" ni con Manduca en Italia, que “si la libertad no ha de ser una ironía, admitir la conciencia pública en los juicios penales es corolario de todo gobierno libre."

En el continente europeo, casi no hay nación alguna en donde en la actualidad no funcione el jurado. De las repúblicas latinas de América, unas lo han admitido o ensayado ya, como México, Costa Rica, Salvador, Venezuela, Colombia

y el Ecuador; y otras manifiestan su tendencia a adoptarlo. Así, en el artículo 24 de la Constitución Nacional de la República Argentina leemos: “El congreso promoverá la reforma de la legislación en todos sus ramos y el establecimiento del juicio por jurados." Y en el 137 de la del Uruguay: “Una de las primeras atenciones de la Asamblea General será el procurar que cuanto antes sea posible se establezca el jurado en las causas criminales y aun en las civiles."

En el Perú y Bolivia funciona el jurado sólo para los delitos de imprenta; y en todas las repúblicaš se discute sobre la conveniencia de su establecimiento o abolición. Pero a ellas les interesa el problema, ante todo por el aspecto judicial; y a éste vamos a concretar nuestras observaciones.

La buena administración de justicia se sintetiza en dos palabras: acierto y prontitud. Ahora bien, estas dos condiciones se obtienen más satisfactoriamente en el sistema del jurado o en el de los tribunales letrados permanentes? He aquí la cuestión.

Para resolverla, precisemos el concepto esencial del jurado. El fallo judicial es un raciocinio, que consta de estos tres términos: la ley, que atribuye a ciertos hechos determinadas consecuencias jurídicas; el caso concreto sobre que versa el proceso; y la consecuencia en que se aplica a ese caso la regla jurídica general.

Y si descomponemos esas operaciones intelectuales del juez, encargando a simples ciudadanos la declaración de la existencia y circunstancias del hecho, y al juez la interpretación y aplicación de la ley, tenemos la noción esencial del jurado, como el derecho moderno lo reconoce.

Es, por tanto, el jurado una reunión o junta de ciudadanos sin carácter público, llamados ocasionalmente para juzgar y decidir, según el criterio de su conciencia, sobre la existencia y circunstancias de los hechos sometidos a juicio.

Fijado este concepto, volvamos a preguntar: Conviene a la buena administración de justicia esa descomposición y separación de las operaciones judiciales constitutivas de la sentencia?

Para obtener un efecto cualquiera, dice gráficamente Ortolán, requiérese, por una parte, una fuerza capaz de producirlo; y por otra, un mecanismo que ponga en acción esa fuerza. Consideremos, por tanto, el problema de la buena administración de justicia en estas dos fases: la fuerza y el mecanismo; es decir, los jueces y el procedimiento.

La cuestión subjetiva-la de la idoneidad de los jueces-debemos considerarla también por dos aspectos, la aptitud y la rectitud.

¿Son esos simples ciudadanos (las más veces ciudadanos simples, en el orden práctico) más aptos que los jueces letrados para el conocimiento de los hechos controvertidos?

La respuesta negativa es, en la época actual, indiscutible. Ahora que la ciencia penal se ha profundizado tánto y busca cada día nuevas orientaciones y campos de investigación; ahora que esa ciencia considera como sus hermanas y auxiliares indispensables a la biología, la fisiología, la antropología y tantas otras ciencias, carece de sentido el antiguo argumento de que basta el buen sentido para el conocimiento de los hechos discutidos en el proceso.

Las cuestiones sobre la integridad intelectual del agente o sobre la influencia que en su libertad moral han podido ejercer el atavismo o las perturbaciones orgánicas; las relativas a los casos de tentativa o delito frustrado, de aborto, infanticidio, &, podrán resolverse acertadamente sin más que el sentido común? * ¿No significaría eso, como dice un criminalista moderno, someter a la ciencia a rendir examen ante la ignorancia?

Estas consideraciones han puesto en contra del jurado a casi todos los criminalistas de la escuela positiva. Para Garófalo, es el jurado "un desgraciado

recurso de la edad bárbara, considerado hoy, por mero prejuicio, como una institución inseparable de la libertad política." Y según Ferri, "la Historia y la Sociología han demostrado que el jurado es un verdadero retroceso; un salto atrás, a los tiempos bárbaros de la edad media."

Por el aspecto de la rectitud, no hay razones poderosas para hacer diferencia sustancial entre los dos sistemas.

Ella, la rectitud, depende, ya de las condiciones morales de los jueces, ya de las influencias que los muevan. Cuanto a lo primero, si la probidad debe brillar en el magistrado, no es difícil encontrarla en las personas de las cuales deben elegirse los jurados. Cuanto a lo segundo, el jurado tiene la ventaja de que los jueces de cada asunto son determinados por sorteo; y si esa diligencia se reglamenta convenientemente, no queda tiempo para que los sorteados reciban ajenas influencias. Pueden, sí, llevar consigo las de sus ideas preconcebidas, muy frecuentes al tratarse de hechos que causan cierta impresión; y entonces los jurados, menos acostumbrados que los jueces a sobreponerse a esos impulsos, se dejan llevar de ellos fácilmente.

Las pasiones populares ofuscan la conciencia y constituyen grave peligro de parcialidad; por lo cual algunos juradistas aconsejan exceptuar del jurado los delitos políticos. Los jueces letrados respiran la misma atmósfera y pueden participar de la propia embriaguez; pero se les reconoce más idoneos para resistir a esos móviles, en virtud de su educación especial y del noble y cuotidiano ejercicio de sacrificar sus preocupaciones y afectos en aras de la justicia, a cuyo servicio se han consagrado.

Por otra parte, no cuenta el jurado con la importantísima garantía de la responsabilidad legal, a que están sujetos los jueces letrados; y aun la moral tiene para él poca influencia, por que constituye, hasta cierto punto, un tribunal anónimo, que al terminar su función ocasional, se disuelve y desaparece de las miradas del público.

Pasemos a la segunda parte, al procedimiento. ¿El mecanismo judicial del jurado es preferible al en que funcionan los jueces letrados permanentes?

Si lo esencial del jurado consiste en la separación entre la declaración de los hechos y la aplicación de la ley, debemos comenzar por averiguar si esa separación conviene a la buena administración de justicia; y a este respecto, parece que debemos responder también negativamente.

La cuestión de hecho y la de derecho, aunque distintas y teóricamente separables, tienen entre sí íntima conexión. Rara vez logra el juez de derecho hacer bien esa separación; y casi siempre las proposiciones que somete a los jueces de hecho suponen el conocimiento de la ley o llevan implícito algún punto de derecho.

Por otra parte, los jurados, que no conocen las consecuencias jurídicas de las múltiples circunstancias que se presentan en el proceso, confusamente aglomeradas, no distinguen, con claridad, lo pertinente de lo impertinente, y dejan, a veces, pesar inadvertidos, en las pruebas y el debate, datos importantes, sin los que no pueden fijar con certidumbre, sus conclusiones.

Los defensores serios del jurado, como Ortolán, confiesan que esa separación es en sí misma un mal; y agregan que no se la debe admitir sino en cuanto, por otro lado, se obtengan suficientes ventajas.

Esas ventajas son para los juradistas, ante todo, las de carácter político, que, como hemos visto, tienen poca importancia en la América Latina. En el orden judicial, tiene efectivamente el jurado una condición que, si bien no es peculiar de esa institución, constituye el más sólido y respetable argumento en su favor: la oralidad del juicio y la libertad de criterio en la apreciación de las pruebas.

El sistema oral facilita al juez el descubrimiento de la verdad. Entre leer la declaración de un testigo, redactada por el juez de instrucción, y presenciarla, hay distancia tan enorme, que es excusado ponderarla. Un juez inteligente y perspicaz se fija en la actitud y continente del testigo, en el grado de ilustración o imparcialidad que manifiesta, en la congruencia y espontaneidad de las respuestas, y en todos los rasgos físicos o morales que sirven para la apreciación del testimonio. Por lo que el testigo dice, penetra lo que debiera decir y recata intencionalmente; lo que quisiera decir y no dice, por falta de versación o facilidad, &. Todo lo cual es imposible al juez que, convertido casi en inconsciente máquina, tiene que atenerse a la letra muerta del expediente.

Y la libertad de criterio en la apreciación de las pruebas, constituye, por sí misma, otro interesante problema del derecho procesal. Puede dar lugar a graves abusos, pero sin ella es imposible la administración de justicia en lo penal.

Concíbese que para un acto civil se requieran pruebas escritas, testigos libres de tacha, &, porque las partes, interesadas en asegurar la existencia legal y los efectos del acto, procuran revestirlo de las formas necesarias y darle la publicidad suficiente. Pero para los hechos criminales, que buscan siempre la sombra y el misterio, aquella exigencia es absurda.

A este propósito, defendiendo Dn. José Manuel Balmaceda la institución del jurado, en 1876, antes de ser presidente de Chile, dijo, entre otras cosas, que el jurado “forma un baluarte popular en que sucumben las astucias fraguadas por el crimen para burlarse de la sociedad o de la ley."

La oralidad del juicio y la libre apreciación de las pruebas pueden caber también, con más o menos amplitud, en el sistema de los jueces letrados, organizando adecuadamente los tribunales, para poder conferirles tan trascendental atribución; pero es muy poco lo que se ha avanzado en esa materia. Todavía tenemos las distinciones clásicas entre pruebas plenas y semiplenas; las mil cortapisas relativas a la forma de comprobación del cuerpo del delito, el considerable catálogo de tachas de testigos, y en suma, un complicado mecanismo de reglas de criterio legal, que encadena la conciencia del juez y vuelve imposible la acción de la justicia.

Cuántas veces, al ver a ésta presa en las redes creadas por la misma ley, nos viene el recuerdo de la amarga antítesis de Bentham, que llama a esas reglas legales la ciencia de ignorar lo que todo el mundo sabe!

Y cuántas hemos visto a criminales indiscutibles, que no escaparían, juzgados por jueces de convicción, atrincherarse en sus excepciones y tachas y testigos falsos y nulidades procesales, y salir al fin campantes, triunfando sobre la conciencia del juez y la conciencia pública !

El criterio libre del juez tiene evidentemente peligros e inconvenientes; pero-podemos decir, con el ilustre comentador de la Ley Orgánica de Chile, Ballesteros—“bajo este respecto, es forzoso convenir en que, si la conciencia del hombre está sujeta a error, la naturaleza no ha proporcionado hasta ahora sino ese solo recurso para apreciar si un hecho ha existido o nó."

En cuanto a la prontitud, condición, aunque menos importante que la del acierto, digna también de suma atención, por muchos conceptos, hay alguna ventaja de parte del jurado, por el menor número de trámites y sobre todo de recursos, en razón de que los veredictos son y deben ser inapelables.

CONCLUSIONES.

Por no pasar del tiempo reglamentario y, más que todo, por no cansar la Ilustrada atención del respetable auditorio a quien me dirijo, omito tratar otros puntos interesantes, como el jurado de imprenta, que tiene una importancia especial en cuanto protege la buena fe del historiador y los legítimos

fueros de la prensa; las modificaciones que, antes de abolir el jurado, pudieran ensayarse para consultar mejor los resultados prácticos de la institución, etc.; y termino sintetizando las ideas de este resumen en las siguientes conclusiones: 1a. La importancia política del jurado es muy secundaria en la América Latina.

2a. Como institución judicial, el jurado no significa un progreso científico; y por lo mismo, los países que no lo tienen no deben empeñarse en adoptarlo, sino más bien en mejorar cuanto les sea posible la organización de sus tribunales y el procedimiento.

3. Los países en que ya está admitido y funciona con regularidad el jurado, no deben abolirlo, mientras no puedan rodear a sus tribunales de las condiciones necesarias para la pronta y eficaz administración de justicia, adoptando, entre otros medios, el de la forma oral del juicio y la conveniente libertad de criterio en la apreciación de las pruebas, y teniendo en todo caso presente que, como enseña Pessina, en materia tan trascendental, los cambios deben ser el resultado de la concienzuda combinación de las enseñanzas prácticas de la experiencia, con los frutos del estudio y la meditación.

THE PAN AMERICAN CONGRESSES.

By EVERETT P. WHEELER.

It may have seemed strange to some that the subject of law should be discussed in a Pan American scientific congress. But Lord Bacon taught us that progress in science must depend upon a careful investigation and observation of facts, and the classification of them when observed. From this study we deduce the principles which underlie the facts and thus lay a solid foundation for further investigation. His maxim is, " Prudens quaestio dimidium scientiae."

It follows that we may justly speak of the science of law. That science as it exists among men is yet incomplete and imperfect; but Hooker assures us: "Of law there can no less be acknowledged than that her seat is in the bosom of God, her voice the harmony of the world. All things in heaven and earth do her homage-the very least as feeling her care, and the greatest as not exempted from her power."

The system of law, and especially of international law, is still in a condition of evolution. Like the common law of England and America-may we not say, like the common or customary law of all nations?-it is a growth. Whatever codes may have done to clarify or systematize, careful investigation will show that they are founded upon a customary law which has gradually developed from a sense of need, guided by a sense of justice, which is to be found to some degree in every human breast. For example, the famous ordonnance of Louis XIV was a wise maritime code. It was based upon the customary maritime law of the Mediterranean, which was then the sea upon which the maritime commerce of the world was principally conducted. In like manner international law as it exists to-day is the outgrowth and development of those requirements which spring naturally from relations existing between nations. This development has been guided in large measure by wise and thoughtful men. It has been promoted by international congresses and finds its expression, not only in the writings of jurists, but in the treaties by which nations have sought to lay down rules to regulate their conduct toward each other. A very important part of this development has been the result of International congresses which have met, not to legislate, but to confer.

« PředchozíPokračovat »